viernes, 4 de mayo de 2007

Fantasías urbanas en el cine de los años veinte

Fantasías urbanas en el cine de los años veinte
por Vicente Sánchez-Biosca
Lars, cultura y ciudad nº 7, Enero 2007

Manhatta , el mítico film realizado en 1920 por el pintor y fotógrafo Charles Sheeler y el fotógrafo Paul Strand, se cierra con un bello atardecer cayendo como un manto sobre la bahía del Hudson. Las nubes cubren el astro en su decadencia mientras nosotros, espectadores, sentimos el privilegio otorgado por esa visión elevada del imponente panorama natural; una perspectiva que sobrepasa las limitaciones físicas del hombre, como si la cámara hubiese querido regalarnos con un don divino. La retirada de los últimos barcos vespertinos compone un hermoso cuadro que evoca la contemplación jubilosa de la naturaleza en su pureza todavía incontaminada.
En realidad, Manhatta pasa por ser la primera de las sinfonías urbanas que el cine prodigó durante los años veinte y principios de los treinta; sinfonías en las que la metrópoli imponía su ritmo, su fascinante trazado y daba cobijo a la muchedumbre hormigueante, la masa, una de las acuciantes preocupaciones de los filósofos de la época. En ellas, en esas sinfonías de despliegue técnico sin igual, el cine acudía a la cita engalanado con el privilegio de haber sido el arte técnico por excelencia, la forma de expresión surgida genuinamente de la era moderna del maquinismo. Por eso hizo del montaje una metáfora imponente: la ciudad se convertía en una auténtica cadena de montaje, de velocidad, y la música sinfónica garantizaba un estilo de orquestación que afinara los distintos instrumentos en su diapasón. El mito de la gran ciudad adquiría así una forma perenne en la que música, urbanismo y montaje se daban cordialmente la mano. De este origen pueden derivarse películas que, de una manera o de otra, figuran en el arsenal de la vanguardia cinematográfica e, incluso, de su posterior deriva realista : Rien que les heures (A. Cavalcanti, 1925), Twenty-Four Dollar Island (R. Flaherty, 1925-1927), Autumn Fire y A City Symphony (Herman Weinberg, 1929 y 1930, respectivamente), El hombre con la cámara (Dziga Vertov, 1929), À propos de Nice (Jean Vigo, 1930), A Bronx Morning (Jay Leyda, 1931) o City of contrasts (Irving Browning, 1931), por sólo citar unas cuantas.
Sea como fuere, la premonitoria Manhatta todavía se hallaba lejos de ese éxtasis urbano ; antes bien, estaba inundada del espíritu whitmaniano tan genuinamente americano que aspiró a la fusión entre naturaleza y urbe, hombre y masa, anhelando una síntesis que algo tiene de mítica. Es ese espíritu que inspiró, como en una olla hirviendo, el lustro mágico de la literatura y el pensamiento norteamericanos, entre 1850 y 1855, y del que deslumbran por su irrepetibilidad obras como La letra escarlata (Nathaniel Hawthorne, 1850), Moby Dick (Herman Melville, 1851), Walden (Henry David Thoreau, 1954) y la primera edición de Hojas de hierba (Walt Whitman, 1855). Y es que el cuadro que describió Whitman y que apunta en Manhatta tiene algo de místico. Evocaba el poeta:
Pero ¿qué puede parecer más majestuoso y admirable que Mannhattan cuajada de mástiles?
¿El río, la puesta de sol y las olas de bordes recortados de la marea?
¿Las gaviotas agitando sus cuerpos, el barco de grano en la penumbra y la lenta gabarra?
¿Qué dioses pueden superar a estos que me llevan de la mano y que otras voces que quiero me llaman presto y en alto por mi nombre más íntimo cuando me acerco?
Extrañamente, nada en esta cita, cuyo hálito invade Manhatta , recuerda la ciudad moderna que preside el film: los ferrocarriles, la zona financiera de Wall Street, las masas a bordo del ferry, la técnica industrial de las construcciones, los rascacielos... Y es que la imaginería urbana que palpita en Manhatta es una mezcla que aspira a la síntesis o que pugna, en todo caso, en una feroz dialéctica, lejos, muy lejos de las fantasías rotundamente modernas en las que la técnica de expresión abrazaría la misma mecánica que el tema. En este sentido, la celebérrima novela que John Dos Passos dio a luz en 1925, Manhattan Transfer , encarnaría un modelo bien distinto y lo haría sobre la misma ciudad -Nueva York- y los mismos motivos que Manhatta , contradictoriamente moderna, recorría bajo el halo protector de Whitman.
En cambio, lo que determinó la modernidad en las películas que siguieron la estela de Manhatta y que, sin ánimo de exhaustividad, hemos citado más arriba fue su entrega al éxtasis de la técnica. Ninguna de ellas encarnó tanto ese abandono febril como Berlín, sinfonía de una gran ciudad , que el artista plástico Walter Ruttmann dirigió en 1927 siguiendo una idea del guionista austríaco Carl Mayer. En este caso, no se trataba de ese epítome de la modernidad que fue Nueva York, sino del Berlín convertido en crisol de la capital europea. Todo en esta cinta es un canto, una prosopopeya, a la ciudad viva. Su motivo es una jornada completa de su existencia, desde el despertar en el que un tren a gran velocidad parte de los extrarradios para precipitarse sobre la urbe todavía desperezándose hasta los fuegos artificiales que coronan la noche con un cielo estrellado y apoteósico. Desde la quietud matutina, los movimientos (un papel, una hoja, agitados por el viento, las cortinas de los negocios abriéndose, los primeros obreros que acuden al trabajo, los primeros medios de transporte...) van encadenándose, acelerándose, multiplicándose, hasta alcanzar un verdadero éxtasis que, periódicamente, se suspenderá (la hora del almuerzo, la de la comida) para retomar su impulso poco después y alcanzar una todavía más impactante celeridad de torbellino.
Y es que el ritmo deviene en una auténtica trituradora desde la que se observa todo: lo humano y lo mecánico se funden supeditándose a una unidad superior, en cuyo seno los trenes y las fábricas, los andamios y el tráfico, los viandantes y las manifestaciones obreras acabarán por perder su identidad. Se diría que Ruttmann ha tomado la decisión de borrar el contenido (político, social, incluso iconográfico) de cada elemento figurado para doblegarlo a un criterio más pertinente (un gesto en movimiento, un esquema compositivo) para, a renglón seguido, someterlo a un orden rítmico y extático que lo engulle todo. Su herramienta será el montaje. Y es que las máquinas que pueblan esta ciudad moderna no huelen a proletario ni a revolución, a protesta ni a clase social, como lo hicieron las soviéticas de esos mismos años, o como sucederá con Berlin Alexanderplatz poco más tarde (tanto en la novela de Alfred Döblin -1929- como en su adaptación a la pantalla por parte de Piel Jutzi -1931-), sino a diseño; eran, si se nos apura, la primera íntegra apuesta cinematográfica por el diseño en los tiempos en los que la Bauhaus se hallaba empeñada en la tarea de fusión del arte y la industria y la Nueva Objetividad se imponía como forma artística en el panorama weimariano. Berlín, sinfonía de uan gran ciudad añadía a esta síntesis la superficie pulida e inmaculada de un ritmo creciente, de una orquestación de los objetos y los hombres que no en vano recibió el nombre de sinfonía.
Sin embargo, la ciudad tentacular, fascinante y dinámica que preconizaron como objeto de arte los pintores de principios de siglo (futuristas y expresionistas, en particular) no desembarcó de manera natural en el cinematógrafo. Por paradójico que pueda parecer, ya que el cine era hijo de la técnica por derecho propio, la pintura se había comportado de modo más radicalmente moderno que la máquina de filmar y ello a pesar de que su materia expresiva era a todas luces más tradicional y clásica. Acaso un ejemplo lo pruebe de manera sintomática.
En 1914, Ludwig Meidner proclamaba a los cuatro vientos sus entusiastas «Instrucciones para pintar la gran ciudad» en estos términos: «¡Pintemos -animaba a sus correligionarios- lo que está cerca de nosotros, nuestro mundo urbano, las calles tumultuosas, la elegancia de los puentes colgantes de hierro, los gasómetros que cuelgan entre blancas montañas de nubes, los colores hirientes de los autobuses y las locomotoras de los trenes rápidos, los hilos ondeantes del teléfono, lo arlequinado de las vallas publicitarias...!». A nadie se le escaparán los ecos futuristas que tales instrucciones entrañan y que bien podrán hallarse sin modificaciones importantes en los manifiestos de Marinetti y sus compañeros de escuela, como tampoco los cuadros de Umberto Boccioni. Es un gesto radical de transformar en objeto de contemplación estética el éxtasis del presente técnico y cotidiano, en detrimento de los géneros y motivos de la tradición artística.
Pues bien, ese mismo artista plástico -Meidner- fue el encargado de componer los decorados de una película de 1923 - Die Strasse , La calle -, dirigida por Karl Grüne. Pese al entusiasmo que estallaba en el anterior manifiesto, e incluso a pesar de que el cine era a todas luces un medio más idóneo para la representación de lo moderno; y, lo que es más, a despecho del tiempo transcurrido entre estos dos momentos, casi una década, Meidner será presa en sus diseños para la pantalla de una imaginería mucho más arcaizante de lo que hacían presagiar sus anteriores declaraciones.
En efecto, La calle contiene explosiones fascinantes de agitación festiva, automóviles y barahúnda, expresadas por medio de collages , pero está ideada por una mente más anacrónica. En el interior de un hogar apacible, hasta la asfixia, un hombre reposa sobre el sofá mientras su esposa se emplea en tareas domésticas. Es de noche, pero sobre el techo de la habitación, iluminado, se proyectan sombras, destellos de una incesante agitación exterior. Es el hombre en su vida anodina quien se siente requerido por esa prometedora atracción de un abismo de luz; una luz que, pronto lo descubriremos, entraña corrupción, perdición y crimen. Así irrumpe la calle, la ciudad, como algo fascinante y peligroso, algo que abre los ojos hasta enceguecer, pero también algo abisal. La ciudad no es una realidad; es un fantasma que, sazonado en la mente del protagonista, despierta infinitos e inconfesables deseos que lo precipitarán en la ruina y la desdicha.
Una imagen condensa esta visión inquietante de la ciudad. El protagonista inicia, en plena noche, la persecución de una atractiva prostituta. El oscuro callejón se asemeja a un túnel por el que el errante se encamina a una perdición fascinante cuando el signo de una tenue luz se ilumina súbitamente: son dos lentes que anuncian una clínica oftalmológica o sencillamente una óptica. Sin embargo, la banalidad del referente en nada empobrece la estremecedora sensación que se apodera de nosotros al sentir esos dos ojos hiperbólicos arrancados del cuerpo y mirando la escena como una premonición siniestra de lo que no tardará en advenir. Y, al propio tiempo, representa la amenaza de saberse observado. Sacudido por su repentina presencia, el hombre queda paralizado por la visión. A partir de este instante, penetraremos de su mano en la faz inquietante, telúrica y críptica, de la noche urbana, de sus poderes de atracción y sus efectos devastadores. Una imaginería sale al paso; una imaginería que en nada recuerda la modernidad, la técnica, el tráfico y la masa. La conocíamos desde los cuentos infernales de E.T.A. Hoffmann, desde los relatos fantásticos del romanticismo alemán, desde los abismos insondables a los que nos asomó la pintura de Caspar David Friedrich y, con más razón todavía, desde esa renovación del género fantástico que tuvo lugar a principios del siglo XX (a la cabeza del cual encontramos a Gustav Meyrinck, Alfred Kubin o, incluso, el tortuoso universo de Hanns Heinz Ewers). De todo este asfixiante arsenal bebió El gabinete del Dr. Caligari , la película fundacional del expresionismo cinematográfico que dirigió Robert Wiene en 1920, hasta convertirlo en su manifiesto y su programa.
El hecho es que esta visión se halla más cerca de las inquietudes del espíritu que de la faz moderna de sus decorados y ambientes. Los alemanes denominaron este efecto la Stimmung , atmósfera, entendiendo por tal una irrespirable y envolvente aura que rodeaba a las personas y a los objetos, abstrayéndolos de cualquier materialidad y haciendo recaer sobre ellos un peso cósmico. No era un caso aislado. Numerosas ciudades que tomaron cuerpo en el cine producido en el primer lustro de la República de Weimar se comportaron con una aversión muy sospechosa hacia el presente: eran figuraciones góticas o neogóticas encerradas en un pasado remoto que desataba, por añadidura, poderes ocultos y jamás presentidos procedentes de tiempos y estadios antropológicos arcaicos ( Nosferatu , de Murnau, 1922), telas pintadas, como las famosas de El gabinete del Dr. Caligari , que proyectaron los terrores primigenios y la locura misma sobre el decorado exterior, pero también de sus secuelas, en las que la ciudad aparecía amenazada por fantasmas del inconsciente de clara inspiración romántica, reconstrucciones medievales cercanas a la imaginería judía de la Cábala ( El Golem , de Paul Wegener, 1921) o parajes románticos en los que la naturaleza animada excluía toda presencia urbana ( Las tres luces , Fritz Lang, 1921).
Hubo, pues, que desprender a las calles y a las ciudades de esas atmósferas anímicas asfixiantes para abrirlas a los mundos reales o simplemente a lo que una observación estética medianamente atenta podía encontrar sin demasiados esfuerzos en la pintura, la fotografía o la arquitectura del Berlín o el París contemporáneos. Y esta reclamación de derechos por parte de la realidad llevó al cine, especialmente al alemán que había sido el más hermético e inquietante, en la dirección de un realismo cada vez más radical e indómito, dando cuerpo a los actores sociales, pero también a los objetos, a los decorados de calles y fiestas, etc. En ocasiones, esta progresiva presencia escoró hacia el melodrama, en otras apuntó en la dirección de la denuncia obrera y la militancia de izquierdas, sin excluir, claro está, el vanguardismo formal. En todos estos casos, muy diversos entre sí, asistimos a una corporeización de lo abstracto, a la deslumbrante emergencia del mundo contemporáneo que nace de entre las brumas de la inmaterialidad telúrica anterior y acabará imponiéndose de manera rabiosa e hiriente.
El panorama es harto complejo, y no menos confuso. Diseño, maquinismo, abstracción urbanística, ritmo frenético, se codean con el sueño americano de fusión entre naturaleza y urbe, la permeación de la superficie moderna al animismo y los poderes de la mente... Decididamente, las contradicciones enmarañan la visión de la ciudad moderna en el cine hasta tornarla opaca y viscosa. Si una película es capaz de resumir esta amalgama y ofrecerla con una dosis a un tiempo de grandiosidad y de cursilería es, a no dudarlo, Metrópolis . Esta superproducción en la que la mayor empresa cinematográfica alemana y europea, la Ufa, quemó sus naves, en la que los más modernos y espectaculares estudios berlineses de Neubabelsberg desplegaron su enormidad, este film que, según reza la tradición, tanto gustó a Hitler y a Goebbels, se quiso monumental y sobrehumano: en él los hombres sucumbían al peso aniquilador de los edificios modernos e inhumanos, todos ellos tallados a escala gigantesca, en sus puertas y ventanas. Incluso la masa humana se fundía en cuerpos orgánicos y colectivos, como los de los obreros alienados descendiendo a su ciudad de las profundidades, en cuidadosa inmersión en el submundo de la lujosa metrópolis de los amos. Y allí esos cuerpos se convertían a su vez en arquitectura deshumanizada. Mas si ésta era la apariencia de las maquetas, del futurismo de inspiración y fantasía neoyorkinas, Metrópolis coqueteaba, caprichoso o irresponsable, con otras fuentes arquitectónicas, con otros modelos históricos que chocaban con el colosalismo moderno e, incluso, lo desmentían.
Estilos arcaicos que tan adheridos habían estado al cine alemán anterior reaparecían conquistando un terreno que parecía olvidado. La catedral gótica ubicada extrañamente en el corazón de la metrópolis es el núcleo donde se corporeizan los pecados capitales y donde se resuelve la alegoría social de la película que preconiza la superación de la lucha de clases en aras de una hermandad cristiana; allí mismo tiene lugar la batalla final en la que el siniestro inventor acaba sus días a manos de Freder, el redentor. Las catacumbas del arte paleocristiano describen, por su parte, un trazado subterráneo, resto del pasado de la antigua ciudad, y sobre el que se construyó la nueva megalópolis; en ella enuncia la beatífica María su promesa de redención cristiano-social, la llegada del Mesías que, en inverosímil alianza, se convertirá en su amado. Más extraña todavía es la arquitectura imaginaria que convoca la casita del inventor, casita de golem , apuntaba certeramente el guión original de Thea von Harbou, en la que se perpetra una fechoría que está a caballo entre la sofisticación técnica futurista y el misterismo alquímico de tiempos remotos: la creación del doble de María para soliviantar a los obreros en un gesto de sadismo incomprensible y derrotarlos definitivamente.
Y es que Metrópolis se comporta como un verdadero pastiche de figuras y alusiones arquitectónicas en el que parecen conjugarse o, si se prefiere, mal trabarse, como en un collage , las fantasías más diversas de la ciudad vista por el cine a mediados de la década de los veinte, de sus ansias modernistas y de sus fallas arcaizantes, de sus fantasías románticas y de su espíritu kitsch . En su incompletitud, en su incoherencia extrema (que no es otra que la de la película misma y la de sus componentes formales), Metrópolis exhibe menos la realidad arquitectónica de los años veinte que lo que muchos hombres soñaron por aquellas calendas. De ahí su valor de documento.
A fin de cuentas, el cine de estos años no fue reflejo de las urbes que se edificaban y se planeaban en la realidad. Ni siquiera lo fue probablemente de los proyectos abortados. Estuvieran o no estas realidades en su norte, el cine tuvo un poder del cual la arquitectura carecía, un poder derivado de su impotencia factual, de su inconsistencia material, si se nos permite la expresión. Fue por ello expresión de anhelos, sueños y fantasías de ciudades que no habían existido nunca o que habían desaparecido para siempre, pero que una vaga nostalgia recordaba y anhelaba. Ésta es su prerrogativa: gracias a esta inconsistencia, el cine aportó tanto a la topografía imaginaria de las ciudades. La paradoja tomaría la forma de un capricho: cuanto menos documenta el cine respecto a los hechos, es decir, cuanto más impotente se revela para materializar aquello que idea, más aporta sobre los sueños que no fueron, más libre se siente, en suma, para soñar e inventar. Pues los sueños más profundos -eso nadie lo ignora- son aquéllos que jamás se hicieron realidad.

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