viernes, 4 de mayo de 2007

Nota sobre Kramer por E. Russo

Caminatas por el cine de Robert Kramer
El regreso a otro lugar
Por Eduardo Russo

Casi desconocido, Robert Kramer falleció en 1999. Su mirada de caminante solitario recorrió desde Vietnam hasta el Muro de Berlín, volviendo como Odiseo a reencontrarse con su propio país. Filmó como pocos el trabajo humano, la soledad y la vida en grupos.
Las líneas que encabezan este artículo fueron escritas poco después de la muerte de Robert Kramer, como cierre de un artículo de despedida que le dedicó su amigo y colega Comolli, que comenzaba así: “Durante mucho tiempo, los films de Robert Kramer precedieron nuestros pasos como indicándonos con gesto amical algún sendero disimulado en el espesor del mundo. Un sendero que a su vez nos lleva a un camino que no propone otra cosa que caminar juntos. Una simple caminata. Esa caminata del cine que se esconde bajo la tela de la pantalla, como se esconde un tesoro infantil pero que lo hace para mejor atender a la ‘niña de nuestros ojos’, a la delicadeza de nuestra mirada… Variaciones de aquello por lo cual importaba también esa fuga suya huyendo de la doble atracción de la publicidad y el espectáculo”.
Da ganas de seguir citando uno de los textos más luminosos que se hayan escrito sobre el cine de Kramer; pero sólo lo consignamos para dar cuenta de algo fundamental en su obra, que hace definitivamente kramerianos a quienes acepten ese gesto amistoso y se apresten a compartir la caminata. Como los grandes, Kramer filmó hombres y bosques, ciudades y ríos. Relató historias y describió mundos, ensayó sobre la realidad sociopolítica y la micropercepción de lo más íntimo, los ritmos secretos de la naturaleza, la presencia misteriosa de los objetos, e invitó siempre a compartir. Se resguardaba de la amenaza del solipsismo, pero nunca creyó que allí afuera había alguna realidad objetiva para registrar, acabada de por sí. “A mí me interesa básicamente la idea de que no existe el ‘afuera’ excepto en la negociación entre la persona que ve y esto: yo y esto.”, intentaba explicarle a su colega Fred Wiseman, hacia 1997.
Kramer pensó al cine como una máquina fenomenológica y filmó el trabajo humano como pocos (Flaherty, Rossellini), y también el trabajo de la muerte. También filmó la soledad y la vida en grupos. Comolli apuntaba que se parecía a John Ford –acaso su primer gran maestro americano, siendo el segundo Cassavetes– en eso de narrar a individuos formando grupos, y a grupos tratando de dar una esperanza colectiva que a la vez correspondiera con la íntima aspiración de cada uno. Pero en Kramer esas agrupaciones eran de gente que conservaba, en su mismo interior, un irreductible margen de soledad. Como la que él mismo mantuvo en los distintos grupos a los que adhirió en su vida.
(R)evoluciones de Kramer. Kramer fue uno de los realizadores fundamentales del cine norteamericano, aunque en su tierra se lo ignorase abiertamente. Nacido en Nueva York hacia 1939, su producción inicial lo instaló en la contracultura más politizada, lo que despertó el rechazo violento, a pesar de la serenidad que desde siempre acompañó a su cine. La lucha y el exilio tensaron desde el inicio su filmografía. Su primer largometraje, In the Country (1967), examinaba la vida de una pareja que se había replegado en el campo para escapar al clima intervencionista de Estados Unidos en Vietnam. En The Edge (1967) y Ice (1968) retrató grupos radicalizados, orientados hacia la lucha armada. Las ficciones kramerianas cuentan, desde aquellos instantes tempranos, como referente fundamental al cine de Cassavetes. Pero antes, e incluso por la descomunal propensión al malentendido que signó su recepción, se ligan al Rossellini posterior a su fase neorrealista, ese que descolocaba a sus espectadores, el de Alemania, año cero, o el de Viaje en Italia, donde la inestabilidad de la ficción es constante.
En Kramer el registro de lugares, cuerpos y objetos lo inscriben en una vocación revelatoria, propia del afán descriptivo del documental. El guión y los personajes tejen un argumento, pero este se construye ante el observador de modo distinto al de la cualidad envolvente de las ficciones habituales. Es como si la ficción acechara en una reserva, como elemento a extraer de lo visible que es tomado por la cámara. Por supuesto, RK también se encuadró en la tradición documental y sus afanes colectivos. Fundó The Newsreel, una cooperativa dedicada a filmar noticias. Con Jon Jost y otros, Kramer comenzó en los tempranos 70 a perfilar una crónica de la resistencia contra la participación norteamericana en Vietnam. El movimiento lo llevó al mismo escenario de la guerra, y allí la nueva desazón. War People (1975) fue cuestionado por los mismos vietnamitas, quienes lo acusaron de “brindar una imagen pesimista de su país”.
Nómade, inclasificable, no domesticable, Kramer siguió filmando y en 1976, con Milestones, llegó a su primera obra maestra. La madurez arribó en el mismo instante en que su cine giraba hacia el pasado, y encaraba el balance. En esto se parece a su muy cercano colega Marker, para quien la percepción y la memoria son la materia misma del cine. En Milestones, la crisis de la izquierda, la guerra entonces reciente, la absorción de las derrotas en el cuerpo y el alma trazaron un dibujo implacable y a la vez compasivo de aquellos que comenzaban a tomar el perfil de sobrevivientes.
Con From the Class Struggle in Portugal (1977) insistió en el documental, mientras que la geografía lo iba retornando de nuevo a casa. Pero en el momento del regreso, la irreconciliación sería brutal. A fines de los 70 Kramer fue, según sus propias palabras, un marciano en los Estados Unidos que se aprestaban para embarcarse en la era Reagan. Manejó camiones durante un año entero hasta que el INA (el Institut National de l’Audiovisuel) lo convocó para rodar Guns (1980), en Angola, y A tout allure (1982) para la televisión francesa. Allí, las preocupaciones de Kramer por las organizaciones subterráneas y la tentación de la violencia se ligaron con un interés creciente hacia la perspectiva de los jóvenes.
Los 80 lo encontraron instalado en Francia, ya encarando el exilio que tal vez sospecharía vitalicio. En 1984 realizó Notre nazi, documental de rodaje sobre un film de Thomas Harlan (Wundkanal), que le permitiría ensayar sobre la culpa y la búsqueda de la verdad histórica. Un año más tarde, en Diesel, trataría de ingresar en el policial y la ciencia ficción, con resultados que la crítica consideró no demasiado afortunados. No obstante el poblado itinerario de dos décadas, Robert Kramer tuvo su reconocimiento con USA, Ruta Uno (1989), que producido por La Sept, el canal cultural francés, fue un suceso rotundo tanto en su emisión televisiva como en su estreno en salas de cine. Para muchos fue una revelación, para otros un redescubrimiento. Fenómeno nada inadecuado para aquel que encaraba una arriesgada maniobra de retorno, dispuesto a enfrentarse con la tierra soñada en el exilio para descubrirla una vez más como ajena en el presente. Un regreso a su tierra para enfrentarla como lugar definitivamente otro.
USA, Ruta Uno. En realidad, USA, Ruta Uno es una secuela. Su protagonista ficcional, Doc (Paul McIsaac), lo había sido del anterior largo de Kramer, Doc’s Kingdom (1987). Allí era un médico viviendo entre dos mundos; el de Europa, que se le escapaba mientras residía en Portugal luego de Vietnam, y el de Africa que lo convocaba en su pedido de ayuda colectivo. La lucha política había llegado a su fin. Doc se debatía entre la ayuda humanitaria, la adicción al alcohol y la pelea contra su propia enfermedad, a veces un cólera tercermundista, a veces pura y simple desesperación. Hasta que en cierta parte encuentra a su hijo Jimmy (Vincent Gallo), quien lo creía muerto, se encuentran dos generaciones y dos mundos segregados.
USA, Ruta Uno es el relato de 5.000 kilómetros de Estados Unidos y de siglos de historia norteamericana, vista con los ojos de Odiseo. Kramer hace que Doc recorra la costa este desde la frontera con Canadá hasta Key West, en Florida. Paul McIsaac es Doc pero también (en un ejercicio de matices exquisitos) se convierte en un cuerpo delegado para Robert Kramer, que por empuñar la cámara no puede mirar plenamente a los ojos, no puede estrechar a muchos de los seres que van desfilando en las cuatro horas de su extensión.
“Yo comencé escribiendo –relataba RK sobre sus novelas iniciales, nunca publicadas– y una de las cosas que recuerdo es que pasé mucho tiempo describiendo el mundo material. Cuando dije que las instituciones son más fuertes que la gente, también creo que las cosas son más fuertes que la gente.” USA, Ruta Uno narra un viaje y sus estaciones. Muestra gente y sus actividades. Describe procesos naturales y artificiales, con una atención a la mecánica de las cosas, sea el envasado de pescado o la tala de un bosque, la limpieza de una plaza como la fabricación de un juego de mesa, que convierten en un drama de lo inanimado esos mundos en estado de cambio. Acompañando a Doc (o con Doc acompañando a RK) el film traza un retrato colectivo del país de estos dos exiliados, el real y el ficcional. Por ejemplo, en Nueva Inglaterra, afables y siniestros votantes de Pat Robertson y obreros portuarios. Una visita a la casa de Thoreau y la evocación de John Brown ligan historia, literatura y pensamiento. Asombra ver la cualidad cinematográfica de los interlocutores de Doc. Kramer comentaba al respecto: “Cuando volví para hacer Route One después de diez años en Europa, fui shockeado por algo más que la mera aceptación de la cámara, ya que la gente tenía una idea de lo que significaba hacer de uno mismo, expresarse y aprovechar la situación, a veces de una manera absolutamente fantástica. Entonces percibí que todo el mundo era un actor. Fue el primero de una serie entera de pensamientos sobre una sociedad en donde actuar de vos mismo es tu carta más fuerte”.
El trayecto sigue y los personajes cambian: Boston, Nueva York, Filadelfia, Fort Bragg, hasta Miami. Una larga temporada para atravesar los miles de kilómetros. En cierto punto, Kramer pierde a Doc, para reencontrarlo trabajando con portuarios haitianos. Imposible de resumir, dificultosa de contar, puede que los mayores poderes de USA, Ruta Uno escapen a la narración. Como en esos planos finales que se demoran en el agua de los cayos, con su vida submarina avistándose bajo la superficie. El de Kramer es cine de poesía, y es capaz de encontrarla en las imágenes más inesperadas, en la captura de aquello provisto por el azar.
Punto de partida. Luego de filmar en Berlín algunos cortos tras la caída del Muro, RK fue a Vietnam para entrenar a comienzos de los 90 a jóvenes cineastas. Y allí realizó su magistral Punto de partida.
Edouard Waintrop destacó que Kramer fue uno de los pocos cineastas de izquierda capaces de reflexionar sobre los 70 sin caer en el pathos, en la autocrítica plañidera o la autojustificación negadora. Así, en Milestones ya exploraba las posibilidades que se abrían en las grietas donde otros sólo advertirían contradicciones a dirimir. El precio fue alto, en el sentido de no caer bien para ninguna facción, pero la recompensa fue mayor: ganó la libertad de aquel que se resiste a cualquier cristalización ideológica. En Punto de partida, Kramer revisa la guerra, a veinte años de distancia. Entrevista a ex combatientes y a sus sucesores, que en 1993 tienen como máxima aspiración “decidir sus propias vidas”. Y a medida que ve –y recuerda– Vietnam, se acerca a sus sujetos con la simpatía de siempre por los oprimidos. Un traductor de novelas, un camarógrafo, una coreógrafa o una trabajadora que carga unas tres toneladas de material a lo largo de cada día dan los testimonios que se complementan con los de los jóvenes para quienes la guerra fue allá en la prehistoria, antes de que nacieran. No obstante, la mirada de Kramer no cede el error de la nostalgia, incluso ante la evocación de las sandalias de Ho Chi Minh (su hija, Keja Ho, se llama así en homenaje al líder), sino que se abre hacia el futuro. Y en su percepción del tiempo incluye el registro de la militante Linda Evans, condenada en Estados Unidos a 40 años de prisión en 1975, por robar un arma y ser cómplice de una fuga. Las miradas calladas y sinceras de los veteranos ­mucho más que su discurso verbal moldeado en la lógica de cuadros– acercan a esos semejantes, hacen comprender las mutaciones de un mundo que se resiste a la explicación, pero que se permite, sobreviviendo a los peores desastres y a la inextricable confusión entre victorias y derrotas, ensayar nuevos puntos de partida.
La mirada de aquel que vuelve. En noviembre de 1999 Robert Kramer murió a los 60 años en el hospital de Rouen. Su desaparición repentina sorprendió a sus pares y al círculo de amigos que lo contaban ya como un guía, un consejero no tan secreto desde que se ocupaba de enseñar cine en Fresnoy, tarea que lo entusiasmó durante su última década. De los 90 aguardamos su Walk the Walk (1996), una meditación personal a lo largo del camino entre Provence y Odessa, sobre el estado de Europa, una elegía sobre el imperio de la técnica y el deterioro ecológico.
En el último Kramer, la vida despierta y la soñada, el pasado y el presente, la percepción documental y la puesta en escena de los sueños comparten un tejido espeso, prolongan la caminata en una mezcla extraña de deslumbramiento y desazón que hace a obras como Cités de la plaine maravillas frágiles, imperfectas e irresistibles a la vez, dispuestas a un observador al que se le confiere no tanto el placer narrativo como la posibilidad de apertura a un mundo complejo, de tanta precisión inusual en lo percibido como de suspensión en los significados. Desde hace tiempo, RK se ocupaba de las alteraciones de la noción de realidad en el ciberespacio; su muerte dejó interrumpida una obra que prometía aun más sorpresas. Si era documentalista, era uno que creía que “la realidad era algo que uno crea. Y en cine –concluyó cierta vez en una discusión con Albert Maysles– esa construcción se llama realización”.
Mientras tanto, sus imágenes nos siguen haciendo señas desde un territorio incierto, crepuscular y de fronteras, que sólo parece poder abrirse mediante eso que llamamos cine, invitando como siempre a la marcha y al diálogo amistoso, de esos que se resisten a ser abandonados.
Por Eduardo A. Russo
Publicado en la revista El Amante el 05/07/2002

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