Meandros
por Johan van der Keuken
[«Meandres», texto publicado originalmente en francés en la revista Trafic nº 13, París, 1995. Traducción: Fernando La Valle.]
Los cineastas que han ejercido influencia sobre mí son tanto cineastas de ficción como documentalistas. En este nivel, la diferencia jamás tuvo demasiada importancia. Lo que me interesaba, era simplemente el cine. Hitchcock, por ejemplo, en un momento dado. En algunos de mis films hay un trabajo de campo y contracampo, uno de los procedimientos clásicos del cine narrativo. A veces hay también una cierta frialdad –por ejemplo en «Le Masque» (1989, 55m)– que puede recordar a Hitchcock. Pienso en ciertos planos de Marnie, marcados por la incertidumbre: ¿se trata de algo real o es un sueño? En «Le Masque», hay una escena en la que el personaje central, Philippe, un joven sin techo, va a cortarse el pelo para lograr la tan ansiada apariencia burguesa. Luego, en el juego de espejos de una tienda de moda, se prueba el traje que debe servirle de "máscara" social. Se efectúan transformaciones sobre su cuerpo mismo, que son entonces "verdaderas", pero que resultan desmentidas por la escena siguiente, cuando encontramos a Philippe en el dormitorio del Ejército de Salvación, con su físico de presidiario. Esta ambigüedad, esta incertidumbre sobre el cómo de las imágenes, hace que el film se deslice, se aparte de las marcas y balizamientos del documental.Al filmar experimento también el placer de sorprenderme a mí mismo, de hacer films que sólo llegaré a comprender, quizás, diez años más tarde. En un corto como «On Animal Locomotion» (1994, 15m), por ejemplo, el interés, a mis ojos, es que se devela allí algo que me sorprende completamente. Pero la necesidad de su rodaje, en detalle, me resulta también patente: temáticamente se sostiene, hay allí cierta fuerza, aun cuando las razones de filmarme así, sosteniendo la cámara ante mí –fragmentos de mi cuerpo, mi rostro de bufón–, son irracionales. El film guarda un vínculo evidente con la obra de Eadweard Muybridge (Human and Animal Locomotion), el fotógrafo y precursor del cine que analizó el movimiento del cuerpo. Apuntando la cámara hacia mí, me convierto en mi propio Muybridge. Y lo que es aún más importante: necesitaba un contra-movimiento para las imágenes que se precipitan sobre mí, una contra-corriente para todo lo que viene del exterior. El interior, es el lugar del cineasta, su ojo, su cabeza, y yo diría que todo exterior exige un interior. Están las razones visibles, localizables, pero detrás de ellas se hallan los motivos más íntimos, que a menudo sólo se entrevén mucho más tarde.Para la velada de apertura de este Festival, estaba previsto exhibir «Sarajevo Film Festival Film» (1993, 14m). Me dijeron que este corto había conmovido a muchos, que en él se sentía, sin violencia evidente ni imágenes sangrientas, lo que podía representar vivir en tales circunstancias de sitio y de guerra, y que en este sentido el film superaba a documentos que en ciertos aspectos son mucho más fuertes. En este caso se puede decir que la recepción se halla por así decir estabilizada, algo que no siempre pasa. Mis films hay que presentarlos así: tienen que apuntalarse y desgarrarse entre ellos. Hay que dejarles un aspecto inesperado, misterioso; tienen que ser vistos, de algún modo, imagen por imagen. «On Animal Locomotion», por ejemplo, es un segundo film sobre Sarajevo, un film cuya recepción es completamente inestable. Se trata siempre de desestabilizar el modo en que se ven las cosas, para poder alcanzar, aunque más no sea por un instante, la experiencia.
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Siendo muy joven, influyó también en mí un fotógrafo holandés, Ed van Elsken, cuyo primer album, Un amour à Saint-Germain-des-Prés, está organizado como un falso relato: una especie de tira fotográfica sobre ciertos marginales –pretendían ser "existencialistas"– en el París de principios de los años cincuenta. Una fotografía muy negra, muy cruda, y al mismo tiempo muy pictórica. El es en cierto modo quien me descubrió, cuando vio las fotos que había hecho a partir de mis quince años. Me animó, y prácticamente autorizó, a emprender y publicar mi primer libro de imágenes: Nous avons dix-sept ans. Fue la ocasión, para mí, de entrever un mundo nuevo, una libertad para salir de ese universo de clase media que era el de mis orígenes. Luego dedicaría Face Value (1991, 120m) a este fotógrafo, y filmaría su retrato, poco antes de su muerte. En él dialoga con su mujer, durante sus últimos días, formulando una suerte de religión a propósito de la vida material, ideas que me parecen formidables: "Esta enfermedad es mi pesadumbre privada, que intentaré llevar con elegancia hasta el fin. Todo se presenta de modo completamente lógico: uno crece, se desarrolla, se degrada, y eso es todo. Pero la vida es tan increíble que comprende ya su propio Paraíso. Hay quienes preguntan por qué venimos al mundo... ¡Pues para sacar provecho de la creación, por Dios! Si no eres capaz de ver eso, es porque eres una basura."
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A mi llegada a París, en 1956, descubrí un libro extraordinario: New York, de William Klein (Album Petite Planète nº 1, Editions du Seuil, 1956). Al ingresar en el Institut des Hautes Etudes Cinématographiques (Idhec), representó para mí un verdadero golpe a la mandíbula, algo inmenso. Con esa expresión, esas formas, parecían quebrarse en algún punto las barreras culturales, se abría el camino de algo nuevo. Y luego, hacia el fin de mis estudios en el Idhec, cuando tenía veinte años, en 1958, vi llegar algunos films de la nouvelle vague. La larga carrera en la playa, al final de Los cuatrocientos golpes, de Truffaut, fue quizás la primera vez que yo veía a un film abandonar resueltamente el contexto narrativo para instalarse en la poesía de una duración palpable: ¡qué golpe! Sin aliento, de Godard, fue aún más fuerte: había cortado donde se le antojaba, en medio de los planos, componiendo su film como una serie de jump cuts. Se permitía una libertad enteramente nueva. Comenzaba la era del travelling en silla de ruedas, con la impresión de que el cine descubría nuevos medios, se concedía el permiso de hacer todo lo que no enseñaban en el Idhec. A partir de allí, mientras desarrollaba mi trabajo (con el proyecto de un album fotográfico sobre París [1], recorría la ciudad cámara en mano), la idea y el deseo de un cine totalmente físico comenzaron a acosarme; la idea de un cine "directo". A continuación vinieron las preguntas: ¿En qué tipo de relato se pueden integrar tales cosas? ¿De qué tipo de aparato formal habrá que servirse?Es en este sentido que me fascinaron los primeros films de Resnais: la búsqueda de estructuras para un contra-mundo. En la evolución de mi trabajo como compositor de films, he sufrido más la influencia de Resnais que la de Godard, aun cuando fue Godard el que me procuró ese momento liberador, enemigo de todo academicismo, y que me había causado un efecto de exaltación tan grande que no podía dormir. Allí estaban, resumiendo, la libertad de Godard, y la composición de Resnais: Hiroshima mon amour, Muriel, Hace un año en Marienbad, films a los que siempre retorno emocionado. Por un lado, Hitchcock; por el otro, Leacock. En pintura, Mondrian y Pollock, o Mondrian y Van Gogh: lo apolíneo y lo dionisíaco; quiero los dos, estoy siempre entre los dos. Pero para hacer avanzar la estructura de un film, quizás Mondrian es el que tiene más para enseñarnos: Resnais, Hitchcock, Ozu sobre todo, están del lado de Mondrian. El de Ozu es un cine muy poderoso. Sus films son como conjunciones de puntos de vista más o menos fijos sobre elementos perpetuamente reciclados: la callejuela, los cables telegráficos, los postes, las casas con sus tabiques de madera o papel. Espacios fragmentarios y codificados: espacios vitales nacidos de una relación entre elementos espaciales. Pasan pocas cosas, se diría, y de repente, una emoción inmensa. Allí sentí que se accedía a una esencia del cine. Es algo que no se debe solamente a los actores, más allá de todo su talento, de su emoción; tampoco al relato, cuyo recorrido es más o menos el mismo, siempre: la pérdida de alguien, a la que uno termina acostumbrándose, de acuerdo a una necesidad de la pérdida, aun cuando ésta sea muy profunda. Se trata en última instancia del aprendizaje de vivir, vivir con lo que uno tiene o con lo que ahora le falta, un aprendizaje que pasa a veces por momentos muy dolorosos, pero de una gran ternura. El encuadre es más bien duro, con una disposición del espacio que es a la vez física y mental. Como en el caso de Hitchcock, se trata a la vez del espacio de la acción, el del suspenso de la historia, y de un espacio interior, mental. Ozu hace esto con moderación, con humor, con sutileza. En Samma no Aji [2], aborda el tema de la modernidad, que se cruza con el de la pérdida. Es el pasaje del sake al whisky. Hace algunos años, cuando tuve el placer de conocer el Japón, y miraba con avidez el paisaje urbano desde trenes de alta velocidad, reconocí los planos de Ozu. Las callejuelas, los colchones puestos a secar en las ventanas de las casas modestas. Es un espacio en el que se reconstituye el alimento de nuestra mirada. Mi trabajo respecto de lo real se sitúa en este doble movimiento: un ida y vuelta entre la ficcionalización y el retorno al mundo. Una mirada de reconocimiento sobre el mundo, en el doble sentido del término. La palabra reconocimiento se aplica muy bien a Ozu.
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Comencé a hacer mis propios films con una cámara que me ofrecieron mis padres cuando dejé el Idhec, en donde no tuve ganas de seguir una vez que hube obtenido el diploma. Era una pequeña Bolex, que permitía rodar planos de 24 segundos. Había que volver a darle cuerda cada vez sin pérdida de tiempo. A partir de 1960 rodé con ella todos mis films iniciales. En 1965 había conseguido otra Bolex, con grandes cargadores, un motor, y un generador Pilotone, que me permitía rodar con sonido sincrónico. Fue con ella que realicé «Beppie» (1965, 38m). A partir de entonces, empecé a combinar secuencias con sonido sincrónico y con sonido libre. Hay que pensar que antes del cinéma verité el cine documental era una imagen con una banda musical, efectos sonoros o un comentario separados, no sincrónicos. Con el tiempo, surgió la necesidad de tener más colores en la paleta, y la sincronía sonora se convirtió en un elemento importante.La llegada de los films de Rouch, Les Maîtres-Fous, y sobre todo, Moi, un Noir, representó otro golpe. De repente, la idea de una "sintaxis cinematográfica", sobre la que abrigaba yo ya por entonces infinidad de dudas, resultó aniquilada en lo que a mí respecta en favor de una "sintaxis del cuerpo" que dictaba el encadenamiento de las imágenes y los sonidos. Más tarde, vendría también Eddie Sachs at Indianapolis (1961), de Leacock, Drew y Pennebaker, que me impresionaría sobremanera. El film giraba literalmente en redondo durante dos horas, siguiendo los virajes de una carrera automovilística. Aquel círculo era la forma gráfica de una escenografía extraída directamente de la contingencia de lo real.
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Tenía entonces dos Bolex: la pequeña, la de cuerda, con la que seguía rodando muchos planos, y la Bolex mejorada, que tenía la mala costumbre de trabarse en mitad del rollo. Integré este defecto en «Hermann Slobe - L'Enfant aveugle II» (1966, 29m), donde la película trabada se convierte en metáfora de la dificultad de hacer cine, e invitación a captar los sobresaltos del mundo. La alternancia de ambas cámaras resume bastante bien mi posición en la corriente de los años sesenta: entre el lenguaje del montaje, que había dominado el documental de vanguardia (y que desembocaría en una suerte de pictorialismo comentado), y el cinéma-verité, que me fascinaba por su capacidad de adaptarse a la duración de los acontecimientos, pero que carecía de medios formales para describir "el mundo de las cosas". Llegué a un compromiso con ambos, aun haciendo incursiones en diferentes dominios narrativos o experimentales.A fines de los años sesenta, adquirí una Arriflex BL, verdadera cámara sincrónica, bastante pesada, pero con la que rodé sin embargo hasta fines de los setenta. A continuación, heredé algo de dinero y pude cambiar mi Arriflex por una Aäton. La Arriflex, con su peso, me impedía hacer ciertos movimientos, como elevarme, por ejemplo, de una posición en cuclillas. La Aäton permite mayor dinamismo.Entretanto, hubo films en 35mm: «Un film pour Lucebert» [3] (1967, 24m), «La Vélocité 40-70» (1970, 25m), y «Beauty» (1970, 25m). Pude explorar el color, composiciones con encuadres más amplios, una mayor variedad en profundidad de campo, y un sonido libre, distanciado, que aplicaba en capas, como un pintor. Todavía hoy me da la sensación de que este trabajo con el sonido es lo que aproxima el cine a la pintura.
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Conservé siempre mi Bolex para tomas especiales. En La Jungle plate (1978, 90m), todo lo que tiene que ver con lo minúsculo, lo filmé con la Bolex. Permite manipulaciones interesantes, que todavía utilizo en algunos films: los cambios de objetivos, las sobreimpresiones rebobinando la película en la cámara, los ralentis o los acelerados. Actualmente la conservo en copropiedad con uno de mis hijos (Stijn van Santen, hijo de un primer matrimonio de mi esposa Noshka: vive conmigo desde los tres años), que se hizo cineasta. El hace cosas maravillosas, muy audaces, con esta Bolex, y eso fue lo que me dio ganas de volver a utilizarla para «On Animal Locomotion». Durante un seminario con Artavazd Pelechian, que tuvo lugar en Hamburgo en febrero de 1994, nos divertíamos mucho con esto: volvimos a pensar algunos temas del montaje en ocasión de mi ponencia con «Locomotion», en donde también recordé el trabajo de Jonas Mekas. Gracias a Alf Bold –que dirigió la programación del cine Arsenal, en Berlín, hasta su muerte en 1993–, yo había podido ver Reminiscences of a Journey to Lithuania [4]. Al principio me pareció que eso no tenía ningún interés: esa imagen que saltaba... Pero Alf Bold me dijo: "Debes reconsiderarlo. Está verdaderamente bien." No lo olvidé. Es justamente ese temblor casi perpetuo de la imagen lo que la hace existir, entre la libertad y la incertidumbre.A veces desencadené temblores en mis films, como un efecto de puntuación, o de reacción emotiva. Cuando filmo a Le Pen, por ejemplo, me dan ganas de patear la cámara, de sacudir la imagen al ritmo de sus lloronas invectivas. Hay quienes opinan que ese efecto de Face Value es demasiado grosero, pero corresponde a una necesidad irreflexiva que experimenté durante el rodaje. Sea de buen gusto o no, fue mi manera de involucrarme: un temblor muy diferente al de Marker en Sans soleil. Allí hay como una disolución del cuadro, una suerte de danza de la imagen: un encadenamiento de ideas, de frases, de juegos de palabras, pero también continuidades de luminosidad, de movimiento puro. Este efecto de vacilación procede probablemente del hecho de haber rodado Marker cámara en mano, con una cámara tan ligera que no podía estabilizarla, al tener sobre todo una distancia focal más bien larga. Pero supo sacar ventaja de ello. Es un gran trabajo musical, de música de la imagen. Fue a través del film de Mekas que me hice sensible a esta manera de trabajar. En él, todo circula. Y la Bolex volvió a estar así en la cresta de la ola.
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Los artistas no tienen problema en decir que, en el pasado, sufrieron la influencia de éste o de aquél. Pero decir "me hallo actualmente bajo influencia", es mucho más delicado. Más delicado y más sutil: las influencias se convierten en un medio de reactualización, de rejuvenecimiento. Sin negar que envejecemos, podemos apreciar el hecho de participar de un cine joven. De nada vale crisparse y volver a intentar los mismos trucos de veinte años atrás. Tenemos menos fortaleza física, y eso hay que tomarlo en cuenta. Hay que observar el propio trabajo mientras se desarrolla, hacer evolucionar lo que hemos adquirido. En mi caso, se trata de una evolución con reciclaje. En el pasado, tratando de distanciarme de la etiqueta "documental", busqué por el lado del concepto de "cine temático". El cine que yo hacía se ubicaba en algún punto entre documental y ficción, entre "verdad" y montaje, entre filmación frontal y composición en ángulos oblicuos, y sobre todo, podía ser visto como un conjunto de relaciones dinámicas entre imágenes recurrentes susceptibles de ser consideradas como temas, sujetos, con los que se podía emprender un inventario: los mercados (habrá fácilmente una decena en los films de esta retrospectiva), las matanzas de animales, la carne cruda, las frutas; las ventanas, las fachadas, los bordes que marcan los límites de un territorio; las escuelas, la enseñanza y el aprendizaje; los retratos, las manos, el contacto táctil con las cosas, los instrumentos; los pies en marcha, el contacto con el suelo; los ojos que miran el ojo de la cámara; el bloqueo de los ojos, los ciegos, el bloqueo de los sentidos, los impedimentos y defectos físicos, los cuerpos que se fatigan en un movimiento repetitivo; el agua, el fuego, la piedra, el metal; el aire con sus cualidades luminosas y táctiles; el dormir; las pantallas.Hay así una memoria de las imágenes registradas en el pasado que funciona en el presente. Con los años, los films se aglutinan entre sí. Pero a pesar de esta actividad de la memoria, hay que volver a encontrar en cada ocasión la frescura del "filmar por primera vez". Hay que estar disponible para el "directo", es decir, para el carácter único y finalmente incontrolable de cada situación, si queremos que el film pueda sobrevivir al catálogo temático. De modo que este concepto de "cine temático", no deja de ser también algo enormemente restrictivo. Es cierto que se dialoga con los mismos aspectos de la vida. De tal modo, se "recicla", volviéndose uno a la larga un poco más exigente con la segunda toma: la otra toma, el otro movimiento, el otro ángulo, deben ser inventados. Entonces, consumimos más película. Rodando con la Aäton, la relación entre cantidad de película consumida y el film terminado evolucionó en mi caso, a lo largo de los años, de 1/7 hasta 1/10. Con «On Animal Locomotion», la reduje a 1/5, a causa de la Bolex: con la restricción de los planos muy cortos, se gasta menos en la filmación, y se aumenta el tiempo de montaje, condensando el tono fílmico.
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Será entonces la especificidad de los medios lo que determina los caminos a seguir, hacia metas parcialmente desconocidas, y en una articulación progresiva del film. El estilo no es una característica homogénea, es un conjunto de vagabundeos, quizás de tics, a través de los que la persona del autor se mantiene en una precisa coherencia. El último momento de unidad antes del hundimiento, el último momento de una "visión del mundo", como se decía antaño: lo que recomienza sin cesar es la búsqueda de ese último momento.Comoquiera que sea, nunca fui de los que ruedan al principio una masa enorme de planos para luego armar el film en la mesa de montaje. Ni tampoco de los que dicen: "Escribo un film, lo ruedo, y lo monto en consecuencia." Ni una cosa ni la otra. El montaje comienza por la visión de todas las materias, que permite ya una evaluación de los elementos filmados: "Esto está bien; esto no vale nada", y una interpretación: "Ahí, me quedé afuera; quise hacer tal cosa, pero no se trataba de eso", o bien: "Ahí surgió algo mucho mejor, o más importante, que lo que había previsto." A continuación, uno debe encontrar, o volver a encontrar, las relaciones, poco a poco: recordar lo que ya ha hecho, lo que ha pasado, y sobre todo, que uno ha sido uno mismo. Quiero decir, no sólo una persona, sino muchas, con relaciones variables en el interior del yo, de acuerdo a condiciones y exigencias diferentes en cada instante del rodaje. Para conocer la naturaleza de lo que hemos filmado, importa saber quién se ha sido, y es en ese triángulo en movimiento que se delinean, se definen, los programas, así como la dirección y el sentido del viaje.Lo que es importante a mis ojos, en dos films tan distintos como «Le Temps» (1984, 45m) o «I ♥ $» (1986, 45m), es el viaje. Son films metódicamente opuestos. Uno reposa sobre la artificialidad: una serie de largos travellings en un mundo cerrado, donde se han colocado personas y cosas. El otro se presenta como una travesía "en directo" –llena de encuentros y de confrontaciones imprevistas– de cuatro ciudades del mundo. Pero ambos van hacia un pequeño no sé qué en virtud del cual, al final, todo deberá ser un poco diferente que al principio. Se trata de llegar al punto en que el cineasta y el espectador descubren que la mirada, o el sentimiento, han sufrido un cambio en el curso del film, cualquiera sea la longitud del viaje.«I ♥ $» puede ser visto como la búsqueda de una imagen compuesta y compacta del mundo visto a través del prisma del dinero. Una búsqueda cuyo costado abstracto debe salir a la luz. Pero esta abstracción va a entrar en contacto de todos modos con la vida física y mental de las personas, y la indagación de lo abstracto se convierte en la investigación de una imagen que de pronto está viva y es importante. Con «Le Temps» pasa lo mismo. Al final de los travellings en los espacios cerrados, llegamos a ver con una libertad nueva lo que acontece afuera. Yo quería que las miradas hacia cámara, las de la actriz solitaria, o las del niño que juega con sus padres y fija sus ojos en la cámara que gira en torno a él, fueran inocentes de la ficción para que rompieran el círculo. Mi deseo, mi apuesta, era la de volver aquí los ojos hacia algo muy inmediato, y dar a percibir un momento verdadero. «I ♥ $» tiene que ver con una pequeña historia erótica de mi juventud. Tenía doce años y estaba enamorado de una chica de mi clase. Para el montaje, quería establecer una relación entre esa historia y este mundo del dinero en el que el cuerpo no existe, del que ha sido evacuado, evaporado. Quería aproximar ese recuerdo de mi juventud y el de las pequeñas fuentes que hay en Amsterdam, cerca del monumento del general Van Heutz –una suerte de matón colonial, un verdugo de las Indias de comienzos de siglo–; quería establecer, entonces, una relación entre un mundo personal y una topografía de mi juventud: "Dos pequeñas fuentes en las que podía beber un niño." Esta escena de mi juventud me resulta muy conmovedora, ella viaja a través del film. Pero cualquiera fuese el lugar en que la ubicáramos, se convertía en un acto de complacencia insostenible. Cuando el cineasta se introduce en su propio film, siempre hay que desconfiar. No había ya ningún lugar para esta escena, que casi exigía ya una prolongación del film. También hay una escena en la que interpelo al director del Banco de Hong Kong, y que da la sensación de que no estoy a la altura de la fuerza y el poder de ese tipo. El pasa de inmediato a la ofensiva, mientras que mi voz sube un octavo, y apenas me atrevo a decirle algunas cosas duras y plantearle las preguntas molestas que tenía en mente. Ese es un momento clave del film. La secuencia tiene un montaje demasiado complicado: metimos allí demasiadas cosas. La imagen de la carne que queremos arrojar a la cara del tipo, queriendo impresionarlo con la cámara, con un encuadre en contra-picado: pero eso no le hace mella, se mantiene increíblemente firme. Yo estaba muy abatido, y todo eso hacía que, a continuación, se pudiese introducir mejor la escena de juventud, sin complacencias, y asimismo la idea de la fragilidad del personaje del cineasta, que ha adquirido su dimensión ficcional raspándose con lo real. Su dimensión "friccional", si se quiere.El film es un viaje al interior del viaje, muchos de cuyos elementos viajan a su vez. Pues el viaje también es la memoria: la mirada hacia lo desconocido de antes, hacia lo que quedó atrás en el camino ya recorrido. Lo que me interesa en el cine, no es sólo la memoria como elemento exterior al film (como en Marienbad: "¿No nos hemos visto en algún lado?"), en un universo ficcional independiente de él, sino también la memoria por asociación entre los planos del film y los de otros, similares o próximos. Mis películas tienen una consistencia que apunta a la introspección. Está la experiencia inmediata de cada imagen (habría que decir de cada imagen-sonido), la experiencia de cada transición entre dos imágenes, y la formación de pequeñas series, de agrupamientos, de amalgamas. De modo que sólo al final se puede ver el conjunto como un objeto surgido de pronto de un sistema de relaciones temporales, inmobilizándose al constituirse en un objeto condensado que sería para mí el momento de la verdad, el momento documental puro, en el que este objeto compuesto existe por su duración, que hay que vivir y ver de una manera por así decir visionaria. El documento sobre lo real quizás sea esto. No la realidad primaria de todos esos acontecimientos e imágenes, ni el carácter ficcionalizado, sino la materialización final de este objeto compuesto, en nuestra cabeza.
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Pelechian procede más o menos de la misma manera: activar la memoria para, en un momento dado, recolectar el todo. Cuando vi sus films me entusiasmé mucho, aunque con algunas reservas respecto de la elección de la música, algo que por otra parte discutimos durante ese seminario de Hamburgo del que ya he hablado. Yo había leído que Pelechian hacía "montaje a distancia": pero eso es justamente lo mío, desde hace tiempo. Y también lo suyo, más tarde, porque hemos visto sus películas con veinte años de retraso. Es bien sabido que las cosas pueden surgir de manera simultánea. Pero creo que hay algunas diferencias entre él y yo. En la obra de Pelechian, hay tonalidades cósmicas, una investigación concerniente a las leyes inmutables del Cosmos. A este respecto, él da un ejemplo que me parece sorprendente: coloca dos cajas de fósforos a cierta distancia, y pretende, como por una especie de apuesta absoluta, que si desplaza una de ellas, la otra también deberá desplazarse, como si el universo fuera dirigido por una fuerza inmaterial, o submaterial. La apuesta apunta nada menos que a una ley que regiría el universo entero. Es un pensamiento que va de la materia hacia la magia. Mientras que en lo que a mí toca, se trata más bien de una magia modesta: sin duda que hay cosas increíbles, y el mundo es más mágico de lo que se piensa, más rico en posibilidades que la pequeña parte de él que nos es revelada.Pelechian propone la idea de una puesta en relación de grandes bloques de imágenes (el film más bello que vi en este sentido es Notre siècle, donde se trata justamente del espacio y los cosmonautas), con bloques enteros de sonidos. Grandes conjuntos de imágenes combinados con conjuntos sonoros. Como si lo real estuviera constituido por bloques, sujetos a reediciones. Algo que produce una gran impresión, pues induce la idea de un cuestionamiento de todo lo ya visto. Pero para Pelechian no hay relaciones conflictivas entre estos bloques de imágenes, mientras que para mí sí que las hay, y muchas. En mis películas el movimiento debe escapar al rigor de los cuadros para encontrarse con otros movimientos a lo largo de un sistema de líneas de fuga, y para constituirse, eventualmente, en un movimiento generalizado, pero no obligado. En Pelechian, en cambio, hay una primacía del movimiento: éste lo toma todo, nada se le resiste. No tenemos tampoco la misma concepción del cuadro: el mío busca imponer su rigor, o su equilibrio, a todo lo que no se mueve, pero que tampoco se encuentra en reposo. Se trata entonces de un equilibrio efímero, y de un rigor amenazado por el nerviosismo. Mientras que, con Pelechian, el cuadro sólo es percibido como estado posible del movimiento, posibilidad que se basta a sí misma en la medida en que hay allí una fuerza lírica puesta a trabajar.En el fondo, mi búsqueda concierne a todas las relaciones posibles entre imágenes y sonidos. Las imágenes entre sí, los grupos de imágenes, pueden ser afectadas por la mayor proximidad, o por la distancia más extrema, o incluso viajar de film en film, siguiendo un movimiento cíclico. Cualquier plano de un film puede cruzarse con un plano de otro film. Si hablamos de jerarquías, ninguna preexiste a la que se establece durante el proceso de fabricación de un film, y en el acto de su desarrollo ante el espectador. Todas las asonancias, todos los ritmos son posibles; todas las armonías, todos los conflictos. Para mí, los conflictos son muy importantes, porque son la prueba de que la experiencia real jamás es definitiva. Sigo siendo un cineasta materialista: el mundo existe fuera de nosotros, y nuestro sueño choca con él. El trabajo del cine es esta relación entre ambos: work in progress. Siempre.
Notas
* En junio de 1994, el Festival Internacional del Cine Documental "Vue sur les Docs", en Marsella, organizó una retrospectiva de mis films. Hicimos un verdadero trabajo de presentación y de información. Para la ceremonia de clausura, participé, en un ambiente cálido, de un debate con el público que fue conducido por Marie-Christine Perrière y Bernard Favier, a los que agradezco aquí. A continuación tuve deseos de reelaborar estas palabras para hacer con ellas un texto que llamaré «Meandros», dado que me resulta familiar avanzar siguiendo una trayectoria angulosa, sinuosa, para pasar de una cosa a otra. Este movimiento determina a menudo la forma de mis films: ruedo en los rincones y tomo las curvas a gran velocidad.
1. El libro Paris mortel fue publicado en 1963. [volver]2. Samma no aji, "El gusto del samma", 1962, último film de Ozu, que Van der Keuken cita con su título francés: Le Goût du saké, "El gusto del sake". En realidad, el samma es un pez estacional que se come a fines del verano. [T.] [volver]3. Lucebert (1924-1994) es uno de los más grandes poetas de la literatura holandesa del siglo XX. En 1948 se unió al Grupo Experimental de Holanda, luego al movimiento internacional Cobra. El lenguaje de Lucebert es visionario, aun cuando reposa enteramente sobre el aspecto material de las palabras. Crea la imagen del vidente que contempla un mundo al borde del abismo y continúa riendo. A partir de 1960, Lucebert se da a conocer como pintor, con una enorme producción pictórica. Hice sobre él tres films: «Lucebert poète-peintre» (1962), «Un film pour Lucebert» (1966/67), y «Si tu sais où je suis, cherche-moi», enteramente rodado en su taller, que permaneció intacto, tras su muerte en pleno trabajo. Este último film, rodado en mayo de 1994, lo uní con los dos precedentes para hacer un tríptico, Lucebert, temps et adieux, que cubre así un período de treinta y dos años, y que espero presentar en París en marzo de 1995. [volver]4. Documental de Mekas (1972, 82m). Se trata de un diario fílmico que comienza con tomas que el director rodó en Nueva York a comienzos de los años '50, seguidas de otras del viaje de retorno a su pueblo de origen en Lituania en 1971, y que muestran sus reacciones ante los cambios sufridos por su tierra natal. Finalmente hay una secuencia en el campo en que Mekas fuera internado durante la guerra, y un viaje a Austria con el que culmina el film. [T.] [volver]
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viernes, 4 de mayo de 2007
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